Uno de mis poemas favoritos es La Luz del Mundo, de Derek Walcott. Apareció publicado en El testamento de Arkansas de 1987, cinco años antes de que el autor caribeño fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Vuelvo a este poema cada tanto como quien regresa a estudiar un cuadro al museo. Es un poema tan visual que me hace pensar en la pintura, la otra pasión de Walcott. Por cierto, la pintura que acompaña este post es suya y fue la cubierta de Omeros. Pero volviendo a La luz del mundo debo confesar que las traducciones al español que he leído carecen de un toque caribeño. Al leerlas me decía “este poema necesita un traductor de las islas”. Así que me atreví. Sé que está más decente que las anteriores, pero no gracias a mí, sino por los consejos y decisiones de la sensei, Giselle Rodríguez Cid.
LA LUZ DEL MUNDO
Derek Walcott
"Kaya now, got to have kaya now,
Got to have kaya now,
For the rain is falling".
Bob Marley
Marley sonaba en la radio de la guagua
y la belleza tarareaba para sí los estribillos,
y yo veía cómo las luces en los planos de su mejilla
la iban definiendo; si este fuera un retrato
dejaría los claroscuros para el final, estas luces
suavizan su piel negra; le habría puesto un arete,
algo sencillo, de oro de calidad, para el contraste,
pero ella no llevaba joyas. Imaginé que un aroma
dulce y potente emanaba de su piel,
como si fuese el de una pantera en reposo,
y la cabeza se podría catalogar de heráldica.
Cada vez que me miraba y se volvía educadamente,
ya que espiar a los extraños es un acto descortés,
era como una estatua, como un Delacroix negro,
La libertad guiando al pueblo, los bultos blancos
de sus ojos, la tallada boca de ébano, el sólido peso
del torso, la feminidad, pero hasta eso se iba borrando
gradualmente en el crepúsculo, dejando solo la silueta
de su perfil y su mejilla iluminada, que me hicieron pensar:
¡Oh belleza, tú eres la luz del mundo!
No fue la única vez que pensé en esa frase
en la guagua de dieciséis asientos que zumbaba entre
Gros-Islet y el Mercado, que estaba lleno de restos de carbón
y de cáscaras de víveres del sábado,
y los bullosos colmados, donde bajo los portales brillantes,
se veían a las borrachas sentadas en los contenes,
la cosa más triste del mundo:
bebiéndose su sueldo, liquidando su sueldo.
El Mercado, ya cerrado a esa hora del sábado,
me recordó mi niñez de errantes faroles de gas
colgados en los postes de las esquinas y el alboroto
de los buhoneros y del tráfico, cuando el farolero subía
para enganchar la lámpara en su palo y pasaba a la siguiente,
y los niños movían la cabeza hacia las polillas,
los ojos blancos como sus franelas; el Mercado
estaba encerrado en sus tinieblas personales
y las sombras peleaban por pan en las tiendas,
o peleaban por mera costumbre en los colmados
con luz eléctrica. Recuerdo las sombras.
En la oscura parada la guagua se fue llenando.
Me senté en el asiento delantero, disponía de tiempo.
Miré a dos muchachas, una con un corpiño amarillo
que hacía juego con sus pantaloncitos, tenía una flor en el pelo,
y sentí una lujuria apacible, la del lado era menos interesante.
Esa noche caminé por las calles del pueblo
en que había nacido y crecido, pensando en mi madre
con su pelo blanco teñido por el anochecer,
y en las torcidas casas de madera que lucían perversas
en su retorcimiento; me asomé a las salas
con persianas entornadas, vi los muebles a oscuras,
los sillones reclinables, una mesa central con flores de cera,
y la litografía del Sagrado Corazón de Jesús,
los buhoneros seguían pregonando por las calles vacías:
dulces, frutos secos, chocolates derretidos, pasteles de nueces, mentas.
Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañoleta
cojeaba hacia nosotros con una canasta; en algún lado,
a cierta distancia, había una canasta más pesada
que no pudo cargar. Estaba aterrada.
Le dijo al chofer: “Pas quittez moi a terre”
que significa, en su patois: "No me dejes tirada",
que en su historia y la de su gente significaba:
“No me dejes en la tierra”, o, con un cambio de acento:
“'No me dejes la tierra” (por herencia);
“Pas quittez moi a terre, guagua celestial,
no me dejes en la tierra, ya he tenido suficiente”.
La guagua se llenó en la oscuridad de sombras pesadas
que no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas
en la tierra, y tendrían que buscar el camino de vuelta.
El abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.
Y yo los había abandonado, lo supe allí, sentado en la guagua,
en la luz apagada como el mar de aguas quietas, con hombres
encorvados en sus canoas y las luces naranjas de la costa
de Vigie que semejaban botes negros en el agua;
yo, que nunca podría solidificar mi sombra
para ser una de sus sombras, les había dejado su tierra,
sus pleitos de ron blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los guardias, a toda autoridad.
Me había enamorado de la mujer junto a la ventana.
Quería llevármela a la casa esa noche.
Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña
en la playa de Gros-Ilet; quería que vistiera
un camisón blanco que se derramara como agua
sobre las negras rocas de sus senos, yacer
junto a ella bajo el anillo de una lámpara de latón
con mecha de queroseno, y susurrarle
que su pelo era como un cerro boscoso en la noche,
que un chorrito de ríos corría por sus axilas,
que le compraría Benin si ella quisiera,
y nunca la dejaría en la tierra. Se lo diría a los otros, también.
Porque sentí un gran amor que podría sacarme las lágrimas,
y una lástima que me picaba los ojos como una ortiga,
tenía miedo de ponerme a sollozar en la guagua,
con Marley sonando y un niño que acechaba por encima
de mis hombros y de los del chofer a las luces que se aproximaban,
al paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,
las lucecitas de las casas en las pequeñas colinas,
y la espesura de estrellas; los había abandonado,
los había dejado en la tierra, los dejé para cantar
las canciones de Marley acerca de una tristeza tan real
como el olor de la lluvia sobre la tierra seca, o el olor
a arena húmeda, y la guagua se sentía acogedora
con su amabilidad, su deferencia y sus corteses despedidas
bajo la luz de los faroles. En medio del estruendo,
de la estremecedora y plañidera música, el firme aroma
que emanaba de sus cuerpos. Yo quería que la guagua
siguiera su camino para siempre, que nadie se bajara
y dijera buenas noches a la luz de los faroles y guiado
por las luciérnagas, tomara el sendero tortuoso hasta la puerta
iluminada; yo quería que su belleza penetrara en la calidez
de la acogedora madera, en el traqueteo aliviado de los platos
esmaltados en la cocina y el árbol en el patio, pero llegué
a mi parada. Frente al hotel Halcyon.
El vestíbulo estaría lleno de viajeros como yo.
Después caminaría con las olas por la playa.
Me bajé de la guagua sin dar las buenas noches.
Mis buenas noches estarían cargadas de un amor inexpresable.
Siguieron en su guagua, me dejaron en la tierra.
Entonces, unos metros más adelante, la guagua se detuvo.
Un hombre gritó mi nombre desde la ventana.
Caminé hacia él. Me tendió algo.
Un paquete de cigarrillos se había caído de mi bolsillo.
Me lo entregó. Me volteé, escondiendo mis lágrimas.
No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles
solo esta cosa que he llamado “La luz del mundo”.
Maravillosos, el poema, la traducción. La manera de adjetivar de Walcott, sus imágenes en movimiento, el poema que se desplaza junto con las sensaciones. Es un pequeño gran corto, una plegaria, una oración hecha en el Caribe. Gracias, Frank.
¡Grande!