PADRES
Comparto el primer texto de mi libro "Bajo otras luces" que voy a presentar el sábado 28 de junio, a las 11:00 de la mañana, en el Centro Cultural de España.
La noche del domingo 25 de septiembre del 2016, justo cuando me disponía a dormir, recordé que había dejado plantado a Mario Vargas Llosa. De la impresión me levanté y hasta encendí la luz del cuarto. A ver, había faltado al desayuno que agendé con el Nobel el sábado en el restaurante del hotel Crowne Plaza Santo Domingo donde se hospedaba. Sucede que lo entrevisté y habíamos resuelto proseguir la conversación literaria ese sábado en la mañana, fecha que tenía libre en su apretada agenda. De hecho, él quería que le entregara uno de mis libros y que le hablara de las cosas que estaba escribiendo.
Debía disculparme con su asistente a la mañana siguiente y explicarle la razón de mi ausencia, una razón que justificaba cualquier desconsideración: mi padre había fallecido el viernes 23 de septiembre, un día antes de nuestro pautado encuentro.
Al igual que mis hermanos apenas tuve tiempo de desahogarme y afligirme, ya que debía enfocarme en organizar las exequias y en recibir a familiares, colegas y amigos de mi familia que asistieron a la funeraria y al sepelio. Por lo que, como pueden suponer, en todo ese ajetreo no me quedaba espacio para pensar en el desayuno con Vargas Llosa. Ahora bien, esa noche me vino a la cabeza el desplante y estuve con la luz prendida unos minutos, jurándome que al día siguiente me comunicaría con él o con la asistente y le daría la noticia de lo que había ocurrido. Pero el lunes vino y los días pasaron, y Vargas Llosa retornó a España, y yo nunca le escribí.
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Franc Báez Everstz —mi padre— fue lector de las primeras novelas de Vargas Llosa. Las leyó con entusiasmo a medida que salían y en su biblioteca hay algunas primeras ediciones. Pero con los años se fue apartando de los libros del peruano. La verdad es que había dejado de leer novelas, a veces se leía una policiaca o alguna que tuviese una trama que lo sedujera, pero su tiempo de lectura lo agotaba leyendo libros de migración, informes y en esa época estaba releyendo al historiador Eric Hobsbawm. Además, al igual que todos, aborrecía las posiciones políticas neoliberales que Vargas Llosa adoptaba.
De todos modos, se puso muy contento cuando le comenté que me habían encomendado entrevistarlo. Lo único que me pidió —postrado en la cama de una clínica y con una cánula nasal— fue que en vez de ponerme una de mis camisitas tropicales me apersonara a la entrevista con una chaqueta. Así que para no decepcionarlo me puse una azul marino que compré en un Zara.
La entrevista se realizó en su habitación de hotel. Se estaba hospedando en el hotel Crowne Plaza Santo Domingo, antiguo Quinto Centenario, ubicado frente a la avenida George Washington. Inmediatamente salí del ascensor fui inspeccionado por unos oficiales de seguridad trajeados de negro y con gafas oscuras que parecían sacado de una película de James Bond. La medida de seguridad se debía a que algunos líderes políticos minoritarios amenazaron con boicotear la presencia de Vargas Llosa en el país. Incluso hasta lo amenazaron de muerte. Por lo que las autoridades dominicanas tuvieron que tomar estrictas medidas para protegerlo. La repulsa contra la figura de Vargas Llosa no era nueva en la República Dominicana y se remonta a cuando este publicó La Fiesta del Chivo, su novela sobre el dictador Trujillo. Sin embargo, en esta ocasión, el revuelo fue causado por uno de sus artículos, publicado hace unos años, donde criticó la Sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional que convertía en apátridas a cientos de miles de dominicanos de origen haitiano. Aparentemente lo que más le molestó a la ultraderecha dominicana fueron la comparación de la sentencia con las leyes nazis y la imagen que acompañaba al artículo donde se muestra un mapa de nuestra isla y una bandera nazi del lado nuestro. Con el tiempo, se replanteó la ominosa medida y el Congreso aprobó una ley para restablecer la nacionalidad a los afectados.
Los sectores más conservadores y nacionalistas del país no olvidaron el artículo que consideraban «una afrenta nacional». Cuando a principio de años, se anunció que le habían otorgado el Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña, los ultraderechistas retomaron sus protestas, sus marchas, sus amenazas y sus insultos. Quizá otro escritor hubiese evitado problemas y habría mandado un representante a recibir el premio o pedido que se lo enviaran por correo, pero como sabemos, el octogenario autor tiene coraje y le encanta la controversia y los escenarios, por lo que insistió en que vendría a recogerlo y esa es la razón por la que se encontraba en el país.
Desde que entré a la habitación me pude percatar de que todo esto le traía sin cuidado. Me recibió como si me conociese de siempre, al presionar el botón de un control remoto apagó unas luces, presionó otro y se descorrieron las cortinas de la habitación: en las ventanas se extendió el imponente y azulado mar Caribe. Se sentó con las piernas cruzadas, y lo contemplé por primera vez, risueño y sonriente, con su abundante pelo grisáceo, con una camisa azul celeste arremangada, su reloj Cartier y unos pantalones azul marino, despidiendo frescura y placidez como si recién hubiese estado en el spa del hotel.
Durante la entrevista se la pasó con las piernas cruzadas, contando chistes y anécdotas. La única referencia a la amenaza de muerte fue al final de la entrevista, cuando sacó su iPhone y me fue mostrando fotos de un grupo de fanáticos dominicanos que incendiaron una copia de La Fiesta del Chivo.
Llevé Los jefes, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor. Fueron los libros que encontré en la biblioteca de mi padre. Algunos son primeras ediciones y él se alegró de volver a topárselos y los dedicó con mucho cariño. Esa misma tarde cargué con los libros hasta la clínica para enseñárselos a mi padre, quien se contentó no solo por las dedicatorias, sino también porque comprobó que andaba con una chaqueta.
Le expliqué que Vargas Llosa me había invitado a desayunar para proseguir con la conversación. Eso sucedió al final de la entrevista, cuando ya la asistente había entrado a la habitación y nos empezábamos a despedir. De buenas a primeras, el escritor le preguntó a esta si había espacio en su agenda para desayunar conmigo y ella le contestó que sí, que el sábado tenía un huequito de dos horas.
Pero el viernes mi papá murió inesperadamente, y ya no tenía sentido ponerse otra chaqueta ni conversar con Vargas Llosa.
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A mi padre lo internaron el 18 de septiembre del 2016 en el Centro Médico Bellas Artes. Todo había comenzado con una gripe que no se le quitaba, que lo había debilitado y que en ocasiones le dificultaba respirar: en tres ocasiones tuvimos que correr con él a emergencias para ponerle oxígeno. A la cuarta le diagnosticaron una pulmonía y se decidió internarlo. Al principio, no considerábamos que fuera grave y pensábamos que le darían de alta en unos días. Era tanto así que él, junto a su colega Rafael Durán, habían convertido la habitación de la clínica en una oficina. En la mesita de cama plegable habían colocado una laptop, folders color crema y una columnita de libros.
Una de esas tardes me llamó Luis Brea Franco, quien organizaba el Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña, para proponerme que le hiciese una entrevista al premiado de ese año: Vargas Llosa. Cuando se lo conté a mi padre este se emocionó y prometió ayudarme con el cuestionario.
—Busca un lapicero —me ordenaba siempre que llegaba.
De ese modo fuimos elaborando el cuestionario. Durante el intercambio de ideas, mi padre solía evocar episodios de las novelas de Vargas Llosa, recordando algunos de sus personajes —Zavalita, Antonio Conselheiro o Pedro Camacho— y las magníficas estructuras que cerraban sus libros de un modo satisfactorio. Sin embargo, en lo que más insistió, fue en una pregunta sobre su progenitor.
—Que te diga —me instruyó— el tipo de papel que desempeñó la figura paterna en su obra y en su vida.
Fue recordando las partes donde el novelista alude a su padre. Mencionó los primeros capítulos de La ciudad y los perros y recordó esos últimos pasajes de La tía Julia y el escribidor, donde el progenitor amenaza con matarlo «de cinco balazos como a un perro», cuando el escritor contrae nupcias con Julia Urquidi, su tía materna. Pero, sobre todo, me habló de un libro que yo no había leído, El pez en el agua, memoria de 1993, que yo siempre había rehuido porque pensaba que solo era un recuento de su campaña presidencial de finales de los ochenta.
—Ese libro es fundamental para entenderlo —insistió mi padre.
Sentada del otro lado de la cama, mi madre, que nunca había leído al nobel peruano, no se perdía una palabra de la conversación. Sabía quién era Vargas Llosa, como todos los dominicanos, dado el revuelo que causó La Fiesta del Chivo. A esto hay que sumarle, que debido a su romance con Isabela Preysler, siempre había un video o un chisme a causa suya en los programas de farándula y en la prensa rosa. Una tía que vino a visitar a mi padre me empezó a ver con interés cuando se enteró de la entrevista.
—¿Estás trabajando para la revista Hola? —me preguntó admirada.
—No —le respondí molesto.
Contó que el año anterior, andando con unas amigas por el aeropuerto de Lima, vieron un gigantesco colgante que mostraba a Vargas Llosa e Isabel Preysler, quienes habían sido votados como la pareja del año.
—¡Sigue siendo un bombón! —añadió.
A la salida de la segunda misa del novenario, cuando volvíamos al apartamento agarrados de la mano, mi madre me preguntó si había ido a desayunar con Vargas Llosa. Le contesté que estuve haciendo mil diligencias y que no tenía tiempo para pensar en eso, a lo que respondió que a mi papá le había hecho mucha ilusión ese almuerzo, que no paraba de repetir que yo desayunaría con un nobel y que eso lo llenaba de orgullo. Tras esto me soltó la mano y permaneció en silencio unos segundos, mirando los setos de coralillos que bordeaban los edificios. Yo me puse a pensar en si alguien le habrá comentado a Vargas Llosa que mi padre falleció, quizá Luis Brea Franco o algunos de los intelectuales que le entregaron el Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña. Imaginé al nobel peruano aguardando por mí en el restaurante, volviendo la vista hacia la entrada, algo incómodo y molesto por mi impuntualidad, hasta que comprende que lo he dejado plantado.
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En La ciudad y los perros, el protagonista Ricardo Arana llega a Lima luego de un viaje en carro de 18 horas. Unos días antes la madre le reveló que su padre, sobre quien todo el mundo le había dicho que estaba muerto, se hallaba vivo y que se mudaban con él a Lima. En su memoria, El pez en el agua, nos enteramos de que esa resurrección paterna la experimentó realmente el novelista en su niñez. Dicho encuentro lo catalogaría como el más importante de su vida. El padre —Ernesto Vargas Maldonado— abandonó a su esposa —Dora Llosa Ureta— cuando esta llevaba al futuro escritor en su vientre. Al igual que el villano de una telenovela, este se despidió de Dora Llosa en un aeropuerto y «nunca más la llamó ni le escribió ni dio señales de vida, hasta diez años después».
Cuando se mudó a Lima con su padre, la vida del niño Vargas Llosa dio un giro de 180°. De una vida alegre e idílica en que una serie de tíos, tías, abuelos, abuelas, primos, lo consentían, lo mimaban y lo estimulaban creativamente, pasó a vivir con un psicópata que lo abusaba, que criticaba el modo blando en que había sido criado y que trataba de reeducarlo a golpes. En muchas ocasiones, Vargas Llosa y su madre huyeron de la casa. Tras unos días refugiados en apartamentos de familiares, regresaban resignados a la casa paterna y a la violencia.
Entre las cosas que le reprochaba Ernesto Vargas a su hijo es que se dedicara a escribir poesía, oficio que el padre no comprendía en lo absoluto y que consideraba un modo de perder el tiempo. Así que un modo de rebelarse contra su padre era escribiendo. En esos años pergeñaba versos. En El pez en el agua señala lo siguiente: «Que mi papá pudiera reñirme si me descubría haciendo poemas, rodeaba al escribir poesía de un aura peligrosa, y eso, por supuesto, me enardecía mucho». Más adelante, al inicio del cuarto capítulo, añade que «es probable que, sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación».
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Mi realidad fue diametralmente opuesta. A mi padre le gustaba leerme novelas, cuentos y poemas. Aunque también propiciaba que leyera por mi cuenta, que entrase a su biblioteca y bajara libros de los estantes. También estimulaba mis intereses artísticos y recreativos apuntándome en clases de solfeo, de teatro o de pintura. Para las dos primeras fui un desastre, sobre todo para la de teatro, ya que por mi timidez y nervios no lograba realizar ninguno de los ejercicios escénicos sin que la voz y el cuerpo me temblaran. Ahora bien, sí poseo un grato recuerdo de la clase de pintura que impartía una señora menudita y de brazos velludos que me parece era familia de Guillo Pérez, ya que a veces el pintor de frondosa barba blanca y boina negra pasaba por el taller y chequeaba uno a uno nuestros trabajos. A mi lado se sentaba un flaquito con retenedores que la profesora siempre ponía de castigos por sus ocurrencias. Una vez se atrevió a preguntarle a Guillo Pérez que cuando traerían las modelos desnudas. Tras un silencio sepulcral, de la barba del maestro brotó una limpia carcajada.
En cuanto a la escritura y a la lectura, mi padre lo asumía como un magisterio. Ya que me habían diagnosticado como disléxico, él solía leerme pasajes en voz alta para que los copiara y luego él inspeccionaba que los trasladase bien al papel. No tenía muchas nociones de psicología ni era especialista en lectura, pero suponía que la forma de superar esa tara era leyendo y escribiendo.
Cuando me dediqué a hacer un inventario de la biblioteca de mi padre hallé un texto mío de una página titulado «Guaraguaos», que según una nota que tenía se había redactado en marzo de 1986, a mis ocho años. Ahí estaba esa fea caligrafía que aún conservo y que horrorizaba a mis profesoras de lengua española y a un hermano de la Salle, un cubano blanco y rollizo, que nos enseñaba el método Palmer y que siempre que veía mis cuadernos le pedía a Dios que lo armara de paciencia.
Leí varias veces el texto, suponiendo que esos galimatías eran una tentativa de ficción, hasta que descubrí que no se trataba de ficción, era una reseña libre del cuento «Guaraguaos» de Juan Bosch. Incluido en la colección Cuentos escritos antes del exilio, «Guaraguaos» narra la relación entre padre —el viejo Valero— e hijo —Bucandito Valerio—. Cuando el hijo se marcha a la guerra, el padre queda devastado, sumido en la melancolía. Con el paso de los meses, le van llegando noticias y mensajes de su vástago. En una ocasión, este le manda a decir que abandone Santiago de los Caballeros, que la guerra llegará allá y que se instale temporalmente en Loma Tocaya, donde tiene tierras. Ahí se sumen el padre y el narrador del cuento —una especie de peón de la familia— en una espera que se extiende por más de diez meses. «Día a día, con los pies en el travesaño de la silla, los brazos cruzados y los ojos semicerrados, se pasó aquel tiempo esperando, esperando», escribe Bosch. Al describir el monte inaccesible y cubierto de una vegetación agreste e indómita se está retratando el alma del viejo Valero.
Una noche oyen disparos. Al otro día, se percatan de que hay unos guaraguaos trazando círculos en la cima de una loma árida conocida como La Pelada. Deciden averiguar de qué se trata. La escena en que el padre sube la loma, temiendo que el cadáver que sobrevuelan los guaraguaos sea el de su hijo, remite al Abraham y al Isaías bíblico, y es una de las mejores de nuestra literatura.
¿Por qué mi padre me habrá puesto a leer ese cuento cuando tenía ocho años? ¿Habré llegado a entender algo? ¿Acaso mi padre se veía como el viejo Valerio y a mí como un potencial Bucandito? Ni idea. Aunque era reservado, mi padre fue afectuoso y siempre me hizo sentir que podía contar con él para lo que fuese.
También la reseña me hizo acordar que por un tiempo él me estimuló a que escribiera reportes de lecturas. Solía darme una peseta por estos reportes, lo que, en ese tiempo, era mucho dinero. No recuerdo por cuánto tiempo lo hicimos ni la cantidad de obras literarias que llegué a leer. Ni siquiera las pesetas que llegué a recibir. Pero todo eso, supongo, sirvió para incentivar mi interés por la lectura.
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Las misas del novenario las mandó a hacer mi madre en la parroquia Santa Cecilia del residencial José Contreras. Desde principios de los noventa, en que nos mudamos en un apartamento del segundo piso, mi madre formó parte de esa congregación, al punto que en una época cantó en el coro y mi hermana y mi hermano menores fueron monaguillos.
Fui a todas las misas del novenario. Siempre me sentaba al lado de mi madre en el tercer banco del ala izquierda que tenía una vista completa del cristo tallado en madera, del altar y del cura con su indumentaria eclesiástica. Al voltear la cabeza podía ver algunos de nuestros familiares y a los amigos y colegas de mi padre que siempre llegaban empezada la misa.
Antes de que estos regresaran a sus asuntos y a sus hogares, nos saludábamos afectuosamente a la salida de la parroquia. La mayoría de los amigos de mi padre eran ateos confesos y se asombraban de estar asistiendo a misas todos los días y de escucharlas completas.
—Increíble cómo Franc nos convoca a una iglesia —bromeaban entre ellos.
A pesar de ser criado por una católica ferviente, de haber estudiado en el colegio La Salle y de interpretar el papel de Jesucristo en una obra de teatro, mi padre dejó de ser creyente a temprana edad. Al final de una misa del novenario y lejos de mi madre, algunos de sus amigos discutieron sobre estos puntos.
—Era ateo —dijo uno.
—Más que ateo diría que fue agnóstico.
A propósito, en la biblioteca de mi padre, yo descubriría Pruebas de la existencia de Dios, un libro editado a finales de los sesenta. Al abrirlo me percaté de que se lo había regalado mi madre en su época de noviazgo, de seguro asustada por la incredulidad religiosa del hombre que le gustaba y sus aires de comunista. A fin de cuentas, mi padre como sociólogo estaba abierto a todo: intentaba tolerar y respetar todas las manifestaciones religiosas y culturales.
Fue en la tercera o en la cuarta misa, cuando uno de sus colegas me preguntó qué íbamos a hacer con la biblioteca paterna.
—Puedes donarla a la universidad —sugirió.
Le contesté tajante que conservaríamos todo. Me molestó que pensase que los libros no tenían significado para mi familia. Aunque en mi respuesta había más prepotencia que convicción, ya que apenas tenía una idea somera del contenido de la biblioteca. Tarde o temprano tendría que inventariar los libros, los documentos y los manuscritos. Pero en ese momento me daba pavor poner un pie ahí.
Ya en el apartamento mi madre me preguntó sobre el futuro de los libros. Al parecer también la abordaron al respecto. Le respondí que lo sabríamos a su debido tiempo. Se me ocurrió decirle que los libros aún conservaban el calor que le daban las manos de mi padre y que inmediatamente se enfriasen podríamos sentarnos a pensar qué hacer. Sin embargo, mi madre se cruzó de brazos y se empeñó en que donásemos la biblioteca a la universidad.
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El padre de Vargas Llosa no tenía bibliotecas en los diferentes hogares en que vivieron en Lima. En El pez en el agua, el nobel peruano escribe que: «No había un solo libro, ni de versos ni de prosa, fuera de los míos, y a él nunca lo vi leer otra cosa que el periódico». En cambio, en mi casa si algo había, eran libros. Comparada con las bibliotecas de los padres de mis amigos del colegio y del barrio, la de mi padre resultaba descomunal. Si la de ellos eran pequeñas naves espaciales, la de mi padre era la nave nodriza, con sus cinco estantes llenos de libros, sus tres archivos, su sillón reclinable y su largo escritorio rectangular donde descansaban sus dos máquinas de escribir, varias resmas de papeles, columnas de informes, grapadoras, tazas llenas de plumas, lapiceros y lápices. Entre los estantes se veían bustos de pensadores, muñecas rusas, cubos de Rubik o un juego de pipas. Pero lo más importante eran los libros. En los estantes más bajos mi padre había colocado las novelas de Julio Verne, de Mark Twain y de Alejandro Dumas. En otra colección, estaban los cuentos de Jorge Luis Borges y de Horacio Quiroga. Estaban Frankenstein de Mary Shelley, Drácula de Bram Stoker, La metamorfosis de Franz Kafka, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson. Más arriba estaba El libro de oro de los niños, editado por Bruguera, una enciclopedia de doce tomos, con la portada color rojo sangre, que incluía piezas narrativas, poéticas y teatrales tomadas de la mitología grecolatina, de la Biblia, de Las mil y una noches, de Shakespeare, de Lope de Vega y de Víctor Hugo. También había enciclopedias de la naturaleza, de la pintura, de la historia antigua, y varios atlas.
Ahora con mi edad, me imagino que ver con regularidad esos estantes atiborrados de libros que llegaban hasta el techo, debió infundirme un deseo inmenso de crecer para poder bajar los volúmenes de los tramos superiores con mis propias manos y leerlos. Ya entrada la adolescencia dejé de entrar a la biblioteca y me dediqué más al deporte, al Nintendo y a socializar con los amigos. Pero la soledad y la búsqueda de la magia me llevaron de vuelta a su amparo. Noté que el espacio se había encogido. Aunque se trataba más bien de que yo había crecido y aquello que con los ojos de la niñez magnificaba y agrandaba poco a poco fue recuperando sus dimensiones reales. Ya para entonces podía hacerme de cualquier libro de los estantes. Vuelvo a pensar en ese primer tramo y pienso que en la actualidad es mucho más sencillo tomar los libros de los tramos superiores, pero para sacar los de abajo hay que agacharse, y a veces la espalda se resiente.
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Aquello que dijo el colega de mi padre sobre donar libros me quedó resonando. La biblioteca de mi padre ya no tenía el esplendor de los años en que vivimos en la casa de Miramar. De un cuarto amplio y de techos altos tuvo que reducirse y agacharse para caber en la habitación de servicio del apartamento del residencial José Contreras. De modo que unos archivos de metal y varios estantes cupieran se tuvo que clausurar el baño. Cuando me armé del valor suficiente para entrar en esos días a la biblioteca, me topé con que era un caos, que estaba llena de polvo y que el humo de los cigarrillos que mi padre consumía con la misma tenacidad de los vaqueros de los anuncios de Marlboro había manchado el techo de un tono dorado. Se me metió en la cabeza que podía organizarla, que podía crear un santuario para científicos sociales, quienes podían venir a ese cuarto de servicio del apartamento de mis padres y consultar la importante colección de migración, de economía y de historia dominicana que albergaban los estantes. Además, había colecciones de constituciones del siglo xix, de documentos aduanales relacionados con ingenios azucareros y una serie de estudios y encuestas sobre inmigración, desalojos, conflictos fronterizos y viajes en yola hacia Puerto Rico.
Me puse a hojear aquí y allá. Empecé con los once tomos de la Enciclopedia internacional de las ciencias sociales, editada en los setenta por la editorial Aguilar, que mi padre trajo de México y que le salió tan cara que por mucho tiempo quedó la leyenda en casa de que si en algún momento nos encontrábamos en aprieto tan solo había que venderla, que nos darían mucha plata por ella. Sin embargo, en esta época de internet y de acceso gratis, ¿cuántos darían por los once tomos de esta enciclopedia?
Descubrí en los archivos y en las cajas artefactos tecnológicos que quedaron obsoletos: tarjetas perforadas, disquetes, páginas amarillas, casetes, cintas de vhs, calculadoras, etcétera.
Durante esos días sucedió un episodio misterioso y al mismo tiempo jocoso. Mi mujer tiene una prima síquica residente en los Estados Unidos, que la llamó por teléfono para decirle que se había comunicado con mi padre en el más allá y que me mandaba a decir que estaba en paz, en un lugar agradable, que no me preocupase y que buscara en su biblioteca un sobre naranja donde él dejó un mensaje para la familia. Me molesté mucho cuando me comentó eso. Sin embargo, busqué por todos lados, no fuera a hacer que apareciera el sobre naranja, que a estas alturas no he hallado. Ahora bien, lo que sí encontré fue un billete de quinientos pesos en uno de los tomos de El capital de Karl Marx. Recordé entonces las pesetas que mi padre me daba cuando escribía un reporte de lectura, y me pregunté si él seguía inspeccionando mis lecturas y reforzándolas desde el más allá.
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Fue a la última misa del novenario a la que asistieron más parientes y amigos. Proseguimos la ceremonia con una pequeña recepción en el apartamento, donde entregamos un recordatorio y repartimos unos refrigerios. Se pronunciaron algunas palabras en honor al difunto, el doctor Jesús Díaz leyó unas emotivas décimas de su propia inspiración y mi madre se levantó para dar las gracias. Apenas comenzó a hablar se quebró en llantos. Me pidió entonces que dijera algo y a mí se me ocurrió ir a la biblioteca de mi padre en busca de la poesía completa de Walt Whitman. Mi intención era leer el poema O Captain! My Captain!, que era uno de sus predilectos y que estaba seguro causaría una buena impresión en los invitados. Lo busqué por los estantes en vano —semanas después lo descubriría en un estante de mi biblioteca—, y como ya me estaba tomando mucho tiempo, retorné con las manos vacías al lado de mi madre que continuaba plañendo. Sentados en los muebles y en las sillas, reclinados contra las paredes, los familiares y los amigos de mi padre observaban la escena con devoción como si fuera un cuadro de un museo, el retrato de una típica familia de clase media dominicana de principios del siglo xxi. Sus lágrimas resultaron contagiosas y yo vi a parientes y amigos de la familia cubrirse las caras con las manos para que no los vieran llorar. Cuando mis hermanas, mis tías y las vecinas intentaron sosegarla y tranquilizarla, mi madre se les escabullía y proseguía su llanto. Poco a poco los invitados empezaron a salir en silencio. Fue cuando salió el último invitado que cesó el lloriqueo, caminó hacia su habitación, dio un portazo y colocó el seguro.
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Terminé la transcripción de la entrevista de Vargas Llosa una noche calurosa. La parte más intensa y emocionante —que no añadí en la entrevista porque se torna muy personal— fue cuando le pregunté al nobel la pregunta que me sugirió mi padre con respecto a la relación que mantuvo con su progenitor.
—Fue una relación muy difícil —me contestó y repitió algunas cosas que ya ha dicho en los libros, pero de repente hizo un silencio de unos segundos y me preguntó cómo fue (lo dijo en pasado) la relación con el mío.
—Buena —le contesté, y la conversación fluyó hacia otros rumbos y no volvimos a tocar el tema paternal.
2016
super, mi hermano.
Qué extraordinario leerte. Gracias 🙂