Hace unos 25 años, en el taller literario de Intec, empezamos a leer La Guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa. Era el libro del mes. Lo que implicaba que debíamos leerla durante las siguientes cuatro semanas y comentarla y discutirla cada viernes en el taller. Al principio, la fuimos leyendo con mucho fervor, admirando el talento y la prosa del escritor peruano, pero ya en la tercera parte del libro, el entusiasmo fue menguando. El tercer viernes nadie había avanzado más de veinte páginas. El último viernes tuvimos que reconocer que la obra nos había vencido y superado. Algunos intentamos, pero desistimos, como si se tratase de una cuesta empinadísima.
Con los años, leí y releí las otras novelas de Vargas Llosa, pero no me atrevía a abrir La guerra del fin del mundo. Por cierto, ¿la seguiría leyendo desde la página en que dejé el marcador? ¿O la empezaría de nuevo? Claro, al pasar los años debía empezarla obligatoriamente desde el principio, sobre todo porque en mi memoria había confundido a O Conselheiro -protagonista de la novela- con Tiradentes, el líder independista brasilero. La razón se debe a que vivo cerca de la avenida Tiradentes y en alguna parte de la transitada vía hay una estatua del revolucionario, que fue también dentista, con pelo largo y barba, un estilo mesiánico que hace pensar un poco en el O Conselheiro. Por lo que siempre he tenido el nombre de Tiradentes más en la cabeza que el del O Conselheiro. Así que era muy fácil que hiciera tal conexión y metida de pata. Desfilan por mi mente las personas a las que les mencioné la referencia, que les conté que vivía cerca de la avenida que tiene el nombre del protagonista de La Guerra del fin del mundo de Vargas Llosa y que al preguntarme de quién le estaba hablando, le respondía que de Tiradentes, claro esta.
La cosa es que cuando el pasado trece de abril, supe de la muerte de Vargas Llosa, me propuse leer la novela de marras. La bajé del estante, le limpié el polvo y leí esa gran primera oración: “El Hombre era alto y tan flaco que parecía estar siempre de perfil”. Todas las mañanas me apersonaba en la biblioteca Pedro Henríquez Ureña con el libro a leer dos horas. Generalmente, durante ese periodo, podía leer unas treinta o cuarenta páginas. Aunque en ocasiones eran muchas menos, ya que había pasajes tan bien escritos que los releía varias veces, y sobre todo, había muchas referencias históricas y geográficas, que me hacían detenerme, abrir la laptop y buscar en internet mapas, nombres de personajes y hechos históricos. Como bien se sabe, la novela recrea un hecho histórico, ocurrido en el noreste del Brasil a fines del siglo 19, en que se estima que murieron más de 40 mil personas y donde se movilizaron más de 10.000 soldados de la naciente república brasilera para enfrentarse a los yagunzos, los seguidores del líder mesiánico Antonio Conselheiro, quienes crearon una comuna religiosa en un pueblo conocido como Canudos. Es básicamente una especie de enfrentamiento entre la civilización y la barbarie tan común en América latina, que remite, por ejemplo, aquí en Dominicana a los enfrentamientos del gobierno con el santón Papá Liborio.
Al final, luego de cuatro intentos, los militares arrasan con la comuna de una manera despiadada y abusiva. Vargas Llosa se sirve de su maestría para describir degollamientos, violaciones, asesinatos de infantes, exhumaciones, torturas, cadáveres devorados por ratas y la sordidez y crudeza de la guerra y la pobreza. En la página 501 de mi edición de Plaza & Janes de 1981, hay un pasaje terrible sobre la destrucción de Canudos, que hace pensar en algunos pasajes de los Cantos del Maldoror de Lautreamont:
Se lo había referido el viejo coronel Murau, tomando un oporto, la última ves que se vieron aquí en Salvador, algo que, a su vez, se lo había contado a Murau el dueño de la hacienda Formosa, una de las tantas arrasadas por los yagunzos. El hombre se había quedado allí, pese a todo, por amor a su tierra o por no saber adónde ir. Y allí había continuado toda la guerra, manteniéndose gracias al comercio que hacía con los soldados. Cuando supo que todo había terminado, que Canudos había caído, se apresuró a ir allá con un grupo de peones a prestar ayuda. El ejército ya no estaba allí, cuando avistaron los montes de la antigua ciudadela yagunza. Les había sorprendido, a la distancia -le conto e coronel Murau y ahí estaba el Barón, oyéndolo-, el extraño, indefinible, indetectable ruido, tan fuerte que estremecía el aire. Y ahí estaba, también, el poderosísimo olor que descomponía el estómago, Pero sólo al trasmontar la cuesta pedregosa, parduzca, del Poço Trabubú y encontrarse a sus pies, con lo que había dejado de ser Canudos y era lo que veían, comprendieron que ese ruido eran los aletazos y los picotazos de millares de urubús, de ese mar interminable, de olas grises, negruzcas, devorantes, ahítas, que todo lo cubría y que, a la ves que se saciaba, daba cuenta de lo que aún no había podido ser pulverizado ni por la dinamita ni por las balas ni por los incendios: esos miembros, extremidades, cabezas, vértebras, vísceras, pieles que el fuego respetó o carbonizó a medias y que esos animales ávidos ahora trituraban, despedazaban, tragaban, deglutían. "Miles y miles de buitres" , había dicho el coronel Murau, Y, también, que, espantados ante lo que parecía la materialización de una pesadilla, el hacendado de Formosa y sus peones, comprendiendo que ya no había a nadie que enterrar, pues los pajarracos lo estaban haciendo, habían partido de allí a paso vivo, tapándose bocas y narices. La imagen intrusa, ofensiva, había arraigado en su mente y no conseguía sacarla de allí. "El final que Canudos merecía", había respondido al viejo Murau, antes de obligarlo a cambiar de tema.
Muchas de estas imágenes y acciones se me trasladaron a los sueños. De igual modo, recuerdo que estaba leyendo sobre uno de los personajes, un enano de circo, y una hora después, cuando retornaba a casa, vi un enano que cruzaba una avenida. A mí eso no me pasa con las películas ni con las series de televisión, ya que uno es capaz de ver los personajes en su entereza, pero con las novelas, uno más bien los intuye, no les aparecen completos, sino con algunos rasgos y uno termina dibujándolos y pintándolos en la cabeza acorde con lo que conoce y ve en la calle.
En fin, la disciplina de la lectura hizo que me adentrara de lleno en la novela. Tenía mucho tiempo que no me pasaba algo similar. Al igual que mucha gente, el tiempo que le dedico a este tipo de lectura ha disminuido en estos últimos años. En efecto, más que novelas, leo poesía y ensayos. La proliferación de dispositivos de entretenimiento y de distracción me ha apartado de esas lecturas inmersivas que proponen las novelas. Tal vez la dictadura de la imagen y el escrolear me ha reducido también la capacidad de atención y concentración. ¿Quién sabe? Habrá que ver qué plantean los estudios futuros. Lo que sí se es que leerse una novela histórica de más de quinientas páginas es en la actualidad un acto de desobediencia civil, una performance, una rebelión. Por lo que cuando leo esos libros gruesos en mi rinconcito de la biblioteca Pedro Henríquez Ureña, siento que estoy de algún modo protestando contra la época, contra el control, la manipulación, y, por supuesto, pausando la velocidad en que se hace todo en estos días, deteniendo el mundo a un ritmo más suave, como esos boleros que suenan en 2046 de Wong Kar Wai.
Durante años no leí novelas porque estaba estudiando cosas legales por la noche para mi trabajo. Luego me enfermé y durante varios años no leí mucho más que libros de no ficción sobre salud para ayudarme a mejorar mi condición. Estoy tan feliz de tener tiempo para leer ficción y poesía de nuevo, y leer me hace querer escribir, así que también lo estoy haciendo. El español no es mi primer idioma y aún no lo hablo con fluidez, pero he estado leyendo y escribiendo cada vez más en él. Me lleva más tiempo, pero lo estoy disfrutando.
Las novelas llevan tiempo, pero disfruto de la inmersión que implica.
tengo dos comentarios: 1. Una vez leí un artículo de Vargas Llosa donde contaba cómo recibió a Miguel Ángel Asturias y se sorprendió como ese escritor que podía describir paisajes indígenas maravillosos podía ser tan panfletarios, a ti te parece a Lautremont el fragmento VargasLlosa a mi me recuerda a las descripciones cuasi fantasticas de los cuenos indígenas de Miguel Angel Asturias, yo igual no soy experta, pero quizás el asunto esta en el ritmo.
2. Creo que la imagen del enano es genial, me causo una sonrisa leerlo.